domingo, 29 de julio de 2012

SUEÑOS DE BIZCOCHO


   

La primera vez que entró a tomar café  me pareció muy hermosa y al día siguiente le dije que había soñado con ella… y esas cosas que se dicen…
Entonces  se sonrojó, me preguntó en qué consistía  el sueño y yo le contesté que me daba mucha vergüenza. Ella se mordió los labios y se ausentó unos minutos para ir al baño.
 Cuando vino, traía el pelo recogido,  me sedujo el botón desabrochado de su escote y el tirante negro del sujetador  sobre su hombro desnudo.
 Se quedó un rato porque  quiso saber más y le susurré al oído que se lo contaría en mi día libre.
Ella volvió a tomar café por la tarde y esa noche la llevé a mi casa.
Mis manos  recorrieron  el perímetro de su cuerpo y mis dedos aprendieron de memoria  las zonas húmedas  prohibidas y los relieves cálidos de su superficie,  mientras la iba desnudando al ritmo  de una caricia larga por milímetro y un  descanso de cinco besos por botón.
Yo estaba impaciente por hacer lo que vine a hacer y la obsequié poniendo en sus manos una caja preservativos, envuelta en papel de regalo  para que ella la abriera.
Dos cuerpos. Un deseo y placer horizontal.  Un hombre y una mujer jugando a la ternura.
Balanceo de curvas paralelas. Distancia cero entre dos labios frente a frente y gel de almíbar atrapado  entre las  superficies sometidas a la presión de vientre contra vientre.
Esa noche olvidé lo que  yo quería hacer y aprendí a querer hacer lo que ella me dictaba con sus ojos. Y  dejé que me dictara. Y me lo agradeció. Seguramente tuve faltas, pero las pasó por alto. Y se lo agradecí. Un hombre y una hembra en la penumbra de una habitación, con fuego en la piel  y las pupilas dilatadas.
Tendida bocarriba, bellísima, entregada. Amor plano a rendimiento pleno.
Caricias y besos superpuestos traspasando sus oídos. Mordisquitos en el cuello.
Sus lóbulos son ahora como pétalos rojos naciendo entre un bosque virgen de pelo enmarañado. Noto en la palma de mi mano cómo el arco de su pelvis se ha convertido en un géiser destilando gelatina. Y sus senos son como racimos de burbujas que se agitan atrapadas en volcanes tapados con cerezas, que mi lengua quiere aprender a descorchar.
Con las cinturas rodeadas, los pechos aplastados, presiono fuertemente mi muslo contra su sexo y otro borbotón de líquido viscoso fluye de su grieta labial abierta de fuego y de granada, resbalando por las piernas entrelazadas e invadiendo toda la geografía de la piel implicada en este hermoso juego y en este dulce sueño de bizcocho.
Está extraordinariamente bella, un extraño brillo la envuelve. Y no es la luna en la ventana. Porque no existen más ventanas que la luz de sus grandes ojos claros. La luna es inventada. Solo nos distrae el ruidito  del muelle del colchón.
Un gemido, un suspiro largo. La beso en la barbilla, en los labios, en los párpados. Con las yemas de mis dedos masajeo las arterias marcadas en sus sienes, cuento sus latidos y vuelvo a empezar de cero si me equivoco. Ella se incorpora, atrapa mi oído en sus labios de ventosa y me vibra el tímpano convirtiéndome, por momentos, en traductor de estrellas de colores.
Un tibio e hidratante vaho  húmedo y un olor inconfundible a sexo  exudado por un millón de poros,  envuelve toda la  estancia, permaneciendo la  esencia mágica en suspensión.
  Un mordisco, un jadeo, un gemido. Nos hemos perdido en medio de una tormenta con muchos arcoíris.  De pronto, un estallido multiorgásmico y salvaje nos transporta, subidos a una nube,  a un universo desconocido y placentero y luego nos expande y vamos a caer,  flotando, en un extraño paraíso donde estamos frente a trente,  abrazados y con los pechos apretados pero, inexplicablemente, sin tocarnos. Y al mismo tiempo estamos espalda contra espalda, mirándonos a los ojos y escribiendo con saliva,  en la memoria de nuestros hombros,  otra cita a la misma hora y con fecha de mañana.
Luego, sumergidos  en  un éxtasis  infinito y enredados en cintas de nebulosa,  fuimos  trasladados como invitados al  reino de los dioses.
Ella estaba preciosísima. Uno de los anfitriones me miró con envidia y la deseó.
Pero él no tenía posibilidades. No podría arrebatármela. Tendría que conformarse con grabar la instantánea de una bella ilusión en su retina.
 Yo la abracé con fuerza. Esa noche, ella era mía, yo era un niño grande y Eros era… solo un dios.
De pronto paró la música celestial quedando interrumpido el baile y  todas las ninfas clavaron sus ojos en mi ángel de bizcocho. Una de las hadas quiso saber más y,  acercándose,  le preguntó:
-¿Quién coño eres tú?
Ella  temblaba, me miró a los ojos y no supo qué decir.
Yo volví a abrazarla con mucha fuerza y respondí por ella:
-Es mi princesa. Mi muchacha. Y tiene mesa reservada en el café.

Cuando desperté, ella no estaba. 
 Me había dejado  el  perfume impregnado en la almohada,  la huella de sus dedos apretados y la  melodía de sus gemidos impresa entre los pliegues  de las sábanas.
En la mesita, su pulsera, pañuelos húmedos, un caramelo y la caja de condones sin desprecintar.


 A la mañana  siguiente me telefoneó diciendo que había olvidado el bolso. Fui a su casa, toqué el timbre y, al alargar la mano para devolvérselo,  me preguntó quién era yo y qué  hacía en mi casa el bolso de su madre.
Quedé perplejo porque no supe si metí la pata o es que había alguien escuchando tras la puerta.
 Y entonces tuve que inventarme otra historia.
Y no es fácil contar cuentos  de bolsos olvidados, ni  olvidar historias inventadas de mujeres que vuelven a tomar café porque necesitan, de vez en cuando, perder el maquillaje para recuperar un sueño de bizcocho.

Entro a las cinco y allí está ella, en la misma mesa del rincón. Cuando me acerco a saludarla me dice que cierre los ojos y me sorprende acercándome a la boca un bombón sin envoltorio mientras me pregunta si quedamos esta noche.
Toda ella huele a jabón de baño y aroma de chocolate.
Cuando una mujer te hace comulgar con un caramelo,  ya  sabe la respuesta y te está invitando a forzar la imaginación para que la conviertas en la protagonista de la historia que desea.
  Y entonces, mientras mastico el bombón,  tiendo la mirada en su regazo, observo la elegante caída de su falda y  devoro el aura de sus piernas, mientras me imagino el color de sus bragas húmedas a juego con el tirante caído en  su hombro desnudo.
  Ahora solo puedo asomarme al baño, asegurar mi  cremallera y esperar hasta las nueve.

Ella quiere soñar cuentos… y que le cuenten sueños… y,  crujir  como un bizcocho, desintegrarse y desgranarse en dulces gemidos desparramados por la cama.
Esta noche toca examen largo y voluntario de repaso. El amor es una sesión de magia con todos los sentidos en alerta y desplegados. A ella le gusta rociarme  de su néctar y jugar. Y a mí me encanta embriagarme de su piel y de su pulpa y recomponer a besos pedacitos de merengue.

                                                           -------------------

                                                           Manuel Macho Cruz