Como
no era guapa como su hermana, ni tenía buen tipo como sus amigas, tuvo que
ponerse a estudiar.
Después
de seis años, con dos licenciaturas, veinte kilos extra de grasa y celulitis,
cuatro idiomas y ciento noventa y dos currículum entregados, se colocó en la
trastienda de una franquicia de colonias y aprendió a empaquetar los pedidos para reparto que le pasaban por la
cortinilla sus antiguas amigas, ahora convertidas en bellas azafatas.
-Veo que nunca ríes. Si tienes algún
problema, me gustaría ayudarte. Sabes que haría cualquier cosa por ti… -le
dijo su compañero, un repartidor cojo apodado “el mago”, que estaba enamorado
de ella-
-¿De verdad eres mago, como dicen por ahí? –preguntó
la muchacha-
-Bueno, depende de los deseos que se formulen…
-respondió él-
Y
dejando caer el paquete, a medio precintar, pidió resuelta:
-¡Quiero que me conviertas en una zorra!
Él se
puso muy triste, pero como la amaba, accedió a su petición aunque sabía que no
volvería a verla porque iba a estar muy ocupada marcando su territorio y
alterando la paz de los polluelos.
Pasaron
treinta años y volvieron a encontrarse.
-Sigues igual que siempre. No has
cambiado –saludó
ella con un leve beso para no llenarlo de carmín-
-En cambio, tú te has convertido en una zorra
muy esbelta –respondió el mago- ¿Cómo
te ha ido por esos mundos?
-No me quejo. Tengo todo lo que
puedo desear. Me quedé con las acciones, tengo 20 tiendas propias, las mejores
azafatas trabajan para mí… y cuando necesito empleadas para el almacén,
echo mano a los currículums…
Y
mirando al cielo por primera vez, añadió:
¿Qué más se puede pedir? Ahora quiero
a dedicarme a descansar.
Y
entonces, una gran voz le contestó:
-Es cierto. Lo tienes todo. Dinero, coches,
joyas, una casa en la montaña…
Ya solo te falta una tumba frente
al mar…
M.M.C.