Cuando
le encargaron la misión de crear el mundo, Dios era tan joven que casi no
existía.
En
aquel universo hostil, por primera y última vez se enfrentaba al reto de
imitarse a sí mismo antes de desaparecer definitivamente. Si existía un loco
que pudiera conseguirlo, en muchas galaxias a la redonda, ése era Él.
Si
todo salía bien, este sería su último trabajo. Cuando acabara, se desharía de
la placa original de su memoria, abandonándola a su suerte en el espacio.
Cuando
terminara de colocar los ojos en las cuencas, si lograba conectar bien el
cableado neuronal y todo iba según lo previsto, desaparecería para siempre,
como había prometido, de la faz de la materia. Sabía que el secreto estaba en
concentrar toda su esencia y comprimirla hasta lograr reducirla al tamaño de un
muñeco agradable al tacto, sometiéndolo posteriormente al tratamiento adecuado,
de forma que pudieran coexistir, sincronizados,
cuerpo y espíritu por el tiempo previamente establecido, separarles
luego según las indicaciones y,
finalmente, enseñarles a regenerarse por sí mismos a voluntad sin
salirse del ciclo-círculo asignado, lanzándolos a una carrera en espiral eterna
e irreversible…
m.m.c.
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