jueves, 11 de diciembre de 2014

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Cuando le encargaron la misión de crear el mundo, Dios era tan joven que casi no existía.
En aquel universo hostil, por primera y última vez se enfrentaba al reto de imitarse a sí mismo antes de desaparecer definitivamente. Si existía un loco que pudiera conseguirlo, en muchas galaxias a la redonda, ése era Él.
Si todo salía bien, este sería su último trabajo. Cuando acabara, se desharía de la placa original de su memoria, abandonándola a su suerte en el espacio.

Cuando terminara de colocar los ojos en las cuencas, si lograba conectar bien el cableado neuronal y todo iba según lo previsto, desaparecería para siempre, como había prometido, de la faz de la materia. Sabía que el secreto estaba en concentrar toda su esencia y comprimirla hasta lograr reducirla al tamaño de un muñeco agradable al tacto, sometiéndolo posteriormente al tratamiento adecuado, de forma que pudieran coexistir, sincronizados,  cuerpo y espíritu por el tiempo previamente establecido, separarles luego según las indicaciones y,  finalmente, enseñarles a regenerarse por sí mismos a voluntad sin salirse del ciclo-círculo asignado, lanzándolos a una carrera en espiral eterna e irreversible…

m.m.c.

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