-Dios es
insolvente –le dijeron-
San Pedro se
marchó triste y, cuando Dios lo supo, se enfureció mucho.
Entonces
mandó llamar otra vez a Noé y le encargó que organizara un crucero de lujo para
que entrara todo aquél que pudiera pagarlo.
El cielo se
puso gris y, ante el nuevo diluvio que se avecinaba, solo los más ricos y
astutos, que eran muchos, pudieron costear el pasaje y ponerse a salvo.
Al tercer
día, cuando el barco empezó a hundirse debido al sobrepeso, los banqueros invocaron
a los santos, gritando: “¡Salvadnos, que perecemos!”.
San Pedro se
despertó sobresaltado y, extrañándose de que aquellos hombres, que lo tenían
todo, vinieran a pedirle a él, les preguntó:
-¿Qué es lo
que necesitáis?
-¡En nombre
de Dios, envíanos un buen bote salvavidas a cada uno! –contestaron-
Y Pedro les
respondió:
-Lo siento
mucho. No estoy autorizado. En estos momentos, todos los flotadores están en
manos de los pobres. Tendréis que buscar otra empresa de Salvamento. Como
sabéis, Dios sigue siendo insolvente…
M.M.C.