Al día siguiente de tirar a la niña por el agujero del contenedor soterrado, ya estaba otra vez vendiendo historias en
cualquier revista o liderando una manifestación, de nuevo
maquillada y libre de cargas, defendiendo en primera fila los derechos de todas
las féminas, excepto los de su hija ausente y muda, que por
desgracia no pudo llegar a ser mujer y por suerte nunca tendría la oportunidad de ser una madre
como ella.
Un año más tarde, un idiota ciegamente
enamorado, le regaló flores silvestres recién
cortadas del vertedero. Pero cuando esa noche
cayeron todos los pétalos del jarrón y al tocar el suelo se convirtieron
en lágrimas, ella supo que aquéllas margaritas eran de su sangre. Y se le puso la piel de gallina; no por el
remordimiento, sino porque un ángel se
le apareció en sueños y le predijo que antes del canto del gallo moriría hervida
en una olla.