Aquel día le partieron el corazón cuando
le dijeron que había llegado final de su vida útil y que le iban a enviarle al Tercer
Mundo junto a las medicinas caducadas. Jamás había sospechado que los móviles
se jubilaban tan jóvenes. Así que, solo le quedaba una semana para arreglar
todo el desorden del menú. Después de recibir la noticia, se pasó toda la tarde
en el rincón. Quiso gritar con todas sus fuerzas, pero se lo impedía el icono
de la batería baja. Ahora, más que nunca, necesitaba una buena dosis de
recarga. Durante las tres horas que duró la que sería su última carga, solo y
recostado en la mesita, tuvo tiempo de pensar…
Supo que se estaba enamorando desde el
primer día que quedó enmarañado entre su pelo y empezó a sudarle la carcasa al
sentirse dulcemente acariciado por la yema de sus dedos.
Antes de rendirse, aunque tuviera que
jugar sucio, tendría que luchar por aquella
oreja a la que se había acostumbrado.
Todo había ido de maravilla hasta que el
día de su cumpleaños, ese novio suyo estúpido hijo de perra, se presentó delante
de sus narices y le regaló otro teléfono de la competencia “de última generación y con más prestaciones”. Y él no tenía a mano
ni una flor para ofrecerle.
Aunque no estaba dispuesto a compartir
lóbulo ni pabellón con un recién llegado, tuvo que resignarse, pues ya había
sido relegado al bolso como objeto de reserva.
Cuando oyó el timbre rival y lo imaginó camino
de su oído, le vino tal ataque de celos, que le temblaron todos los circuitos,
y tanta actividad nerviosa acabó dejándolo sin energía. Cuando pudo recuperarse, ya no había nada que hacer.
Entonces decidió huir lejos de allí. Pensó
en regresar otra vez a la tienda, pero no quería volver a la soledad del
escaparate. ¿Quién lo compraría? Por otro lado, el técnico podía deshacerse de
él y enviarlo a la chatarra en cualquier momento. ¿Para qué arriesgarse?
Hizo un último esfuerzo para deshacerse del
intruso, pero al usar la función satélite descubrió que había tres dispositivos
más en el mismo radio de acción, en distintos compartimientos del bolso, pero
en alerta, dispuestos a conquistar los labios de su portadora y acariciar su
mejilla al menor indicio de sonido o vibración. Sólo entonces comprendió que él
era un cacharro lento y torpe, que había envejecido y que ya no tenía nada que
hacer allí.
Buscaría otra oreja. No le importaba que
fuera sorda, mientras fuera joven y virgen y no hubiera sido seducida ni viciada
por cualquier otro dispositivo de marca pijo y advenedizo…
m.m.c.
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