lunes, 27 de octubre de 2014

EL GIGANTE DE LA LINTERNA



Aunque había estudiado psicología y recursos humanos, muchos decían que era un desastre, que metía la pata cada dos por tres, pero a pesar de su  aspecto torpe y desaliñado, todos le adoraban y por eso le dejaban salir airoso.
Juamperolas era un hombre bueno. Nunca se comía el coco. Para él, los problemas planteados tenían siempre una solución instantánea.
Cuando trabajaba voluntariamente  de monitor, en el área de los juegos, les ponía a todos en fila, empezaba a contar y, a la hora de repartir… nunca  le faltaban caramelos:
Siempre le sobraban niños.
Tenía reflejos, eso sí,  para enfrentarse a situaciones difíciles y  resolver de un plumazo cualquier problema o imprevisto.
Hombre de decisiones rápidas, en la cena de la boda de su hija, por ejemplo, en vez de apresurarse a traer las sillas que faltaban, despidió a los seis últimos invitados.
Como tenía mucho tiempo libre, se apuntaba a todos los cumpleaños, colaboraba en la decoración y en el empaquetado de regalos y, a cambio, le dejaban meter el dedo en la tarta y acertar en la boca del protagonista con los ojos tapados. Pero un día llegó a casa llorando y, sin decir nada a nadie, se acostó sin cenar y, después de  pasarse tres días durmiendo, tardó una semana más  en recuperarse de la depresión.
Luego se supo que, en una reunión urgente de padres, habían acordado una sanción de tres meses, prohibiéndole asistir a cualquier celebración infantil   durante ese  tiempo, todo porque   Juamperolas, encargado de gestionar la última fiesta,  había hecho algo imperdonable: Romper la magia del evento al meter todos los regalos sorpresa en bolsas transparentes.
Hoy,  aunque triste,  al otro lado de la valla, sigue estando Juamperolas. Ahora devuelve las pelotas que se escapan a cambio de que le acercaran un trozo de tarta para poder mojar el dedo y adivinar dónde está la boca que se encargó de soplar las velas.
Aparentemente, la vida de los habitantes del pueblo transcurría con normalidad, pero los fines de semana no eran los mismos y los más jóvenes echaban de menos el silbato del  animador.
Un sábado por la mañana, aprovechando que no había cole, convocaron una junta de urgencia y decidieron que nadie cumpliría más años si a Juamperolas no le devolvían el puesto que le correspondía. Tenían que negociar y no era fácil, pues todos los adultos, excepto el hombre del kiosco  de chuches y el de la tienda de juguetes, seguían en sus trece.
Si no se avenían, la madrugada del domingo a las seis en punto, volverían a reunirse  en la plaza, cada uno con su tambor, e iniciarían la marcha calle abajo…

m.m.c.

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