Aunque había estudiado psicología y recursos humanos, muchos
decían que era un desastre, que metía la pata cada dos por tres, pero a pesar
de su aspecto torpe y desaliñado, todos
le adoraban y por eso le dejaban salir airoso.
Juamperolas era un hombre bueno. Nunca se comía el coco.
Para él, los problemas planteados tenían siempre una solución instantánea.
Cuando trabajaba voluntariamente de monitor, en el área de los juegos, les
ponía a todos en fila, empezaba a contar y, a la hora de repartir… nunca le faltaban caramelos:
Siempre le sobraban niños.
Tenía reflejos, eso sí, para enfrentarse a situaciones difíciles y resolver de un plumazo cualquier problema o imprevisto.
Hombre de decisiones rápidas, en la cena de la boda de su
hija, por ejemplo, en vez de apresurarse a traer las sillas que faltaban, despidió
a los seis últimos invitados.
Como tenía mucho tiempo libre, se apuntaba a todos los
cumpleaños, colaboraba en la decoración y en el empaquetado de regalos y, a
cambio, le dejaban meter el dedo en la tarta y acertar en la boca del
protagonista con los ojos tapados. Pero un día llegó a casa llorando y, sin
decir nada a nadie, se acostó sin cenar y, después de pasarse tres días durmiendo, tardó una semana más en recuperarse de la depresión.
Luego se supo que, en una reunión urgente de padres, habían
acordado una sanción de tres meses, prohibiéndole asistir a cualquier
celebración infantil durante ese tiempo, todo porque Juamperolas, encargado de gestionar la última
fiesta, había hecho algo imperdonable: Romper
la magia del evento al meter todos los regalos sorpresa en bolsas
transparentes.
Hoy, aunque triste, al otro lado de la valla, sigue estando
Juamperolas. Ahora devuelve las pelotas que se escapan a cambio de que le
acercaran un trozo de tarta para poder mojar el dedo y adivinar dónde está la
boca que se encargó de soplar las velas.
Aparentemente, la vida de los habitantes del pueblo
transcurría con normalidad, pero los fines de semana no eran los mismos y los
más jóvenes echaban de menos el silbato del animador.
Un sábado por la mañana, aprovechando que no había cole,
convocaron una junta de urgencia y decidieron que nadie cumpliría más años si a
Juamperolas no le devolvían el puesto que le correspondía. Tenían que negociar
y no era fácil, pues todos los adultos, excepto el hombre del kiosco de chuches y el de la tienda de juguetes, seguían
en sus trece.
Si no se avenían, la madrugada del domingo a las seis en
punto, volverían a reunirse en la plaza,
cada uno con su tambor, e iniciarían la marcha calle abajo…
m.m.c.
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