Todo empezó la noche en que soñé con raspas de sardinas.
Nadie se habría dado cuenta de que yo era un gato, a no
ser porque cuando desperté,
ya estaba el psicólogo analizando la huella de mis arañazos.
Y se dictaminó que las cicatrices de las heridas eran más
largas que las tiritas.
Me pusieron en la mesa el elaborado informe de locura
y yo, que no encontré labios suficientes
donde acoplar todos los besos generados en una noche de
ternura,
firmé lo convenido, cogí las pastillas, guardé el sobre y todos comieron perdices.
Perderéis el tiempo si queréis saber el resto de la
historia.
Por mucho que os esforcéis, no podréis seguir el rastro
de un hombre sin memoria.
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